13 de mayo de 2013

EL DESIERTO BLANCO (EGIPTO)



EL DESIERTO BLANCO (EGIPTO)



               “Lo bueno del desierto es que en algún lugar esconde un pozo de agua”

                                                                                              Antoine de Saint-Exupéry

      El Sahara es una superficie tan grande como Europa, 9 millones de km2 con unas dimensiones medias de 4000 km de Este a Oeste y 2500 km de Norte a Sur. Su denominación deriva del antiguo árabe, pues en el siglo IX un egipcio llamado Ibn Abd el Hakem le dio el nombre, que viene a significar “vacío”. Pero a pesar de su siniestro aspecto, sus temperaturas extremas, y la desolación que irradia, el Sahara es un espacio habitado.
  
     Determinadas etnias como los bereberes, tuareg, beduinos y algunos más han sobrevivido a las limitaciones de este medio, no sin un arduo proceso de adaptación. Unos aprendiendo a ser pastores nómadas, otros perforando pozos para obtener el líquido elemento y así explotar la agricultura, incluso algunos grupos más reducidos conseguían el sustento a costa del pillaje. Los pueblos saharianos tienen en común multitud de actitudes y correspondencias que los identifican como sus pobladores, en búsqueda de intereses comunes.


      Desde la monumental capital de El Cairo con 18 millones de habitantes, dejamos atrás las faraónicas construcciones que alberga y que son motivo del próspero turismo de Egipto, país cuyos símbolos en la antigüedad eran la flor de loto y el papiro. Nos dirigimos hacia el Desierto Blanco por carretera con rumbo sureste. El combustible es siempre un problema en Egipto, nos sorprenden los surtidores muy diferentes a los de Europa, estaciones de servicio llenas de mugre, muy precarias y en las que se forman colas de horas, así no es extraño que surjan reyertas entre camioneros. Llegamos al oasis de Baharya y nos detenemos 3 horas buscado carburante, al final la mejor solución es conseguirlo del estraperlo, que cuesta el doble, claro está.

 











































      Durante el viaje las corrientes de arena cruzan la carretera, y en algunos lugares se forman  grandes acumulaciones de por la acción de los vientos. A unos 700 km de El Cairo encontramos la entrada al Parque Nacional Desierto Blanco donde conocemos a Juan Zuloaga, un español afincado en Egipto desde hace más de 20 años. Con amplia experiencia en internadas en el desierto nos dice que no cambiaría este medio tan duro por nada. Regenta su propio albergue y con él nos adentramos en el fantasmagórico panorama de las arenas y formaciones geológicas de yesos y calizas. El silencio de los grandes espacios se hace patente, sólo roto por nuestras conversaciones o el ruido perdido de algún todoterreno. Existen aquí curiosas figuras a las cuales se les han puesto nombres como la gallina, el perro, la rata… son formas modeladas por la erosión del viento. Por la noche conocemos a los dos camelleros Ahmed y Said de origen beduino, saboreamos un té en medio de las arenas y descansamos: mañana nos espera una larga jornada.

 

























































































































      Son las 7 de la mañana cuando el sol nos despierta extendiendo sus rayos e iluminando la vastedad de este territorio tan desolado y aparentemente carente de vida. Desayunamos té y tostadas con aceite de oliva (todo un lujo en Egipto pues cuesta 6€ el litro) y mermelada de higos. A continuación  montamos en los dromedarios, queda un tercero para relevarse Ahmed y Said, y así hacemos realidad nuestro objetivo, una travesía al más puro estilo tradicional desdeñando los medios mecánicos en la medida de lo posible. 

       Con una temperatura de 37 ºC avanzamos por la vasta planicie arenosa, hasta que aparecen las primeras estribaciones como páramos de caliza, esculpidas durante siglos por acción de los vientos que junto con la arena han erosionado estos desniveles dándoles el aspecto actual. La calima hace  borroso el paisaje proporcionando un ambiente siniestro. Tras unas 7 horas de travesía, en lontananza divisamos el todoterreno, que actuando como vehículo de apoyo nos tiene preparada la jaima y un recibimiento, como no, bebiendo té.

 





























































      Cuando amanece en el nuevo emplazamiento Juan nos tiene guardada una sorpresa que no a todos sus clientes revela: a unos 200 m de donde hicimos vivac encontramos petroglifos, toda una manifestación de arte rupestre. Son sencillos dibujos e inscripciones de hace siglos, claro exponente del primitivismo humano en estas tierras. También encontramos fósiles y “rosas del desierto” estas son formaciones de cristales de yeso que el tiempo ha esculpido dándoles un aspecto tan inverosímil como original.


 


                                                              Proseguimos la marcha por las arenas. Necesitamos hasta tres litros de agua diarios, al mismo tiempo tenemos que vigilar el color de la orina, si es muy oscura se trata de  un claro indicio de la deshidratación. Los dromedarios pueden resistir varias semanas pero, eso sí, reciben su ración de alfalfa cada jornada. En algún tramo desmontamos para darles un respiro a los animales y andar un poco. Ciertamente la marcha a lomos de dromedario es lenta y una persona a paso vivo les puede adelantar sin mayor  dificultad. Los tonos del paisaje van cambiando, de amarillos y ocres más tarde pasan a rojizos. Especial atención merece cuando los camellos descienden las dunas, pues sus patas traseras son más largas que las delanteras, cosa que nos da cierta inseguridad, sobre todo a los que no estamos acostumbrados a montarlos. En algunos tramos las rodadas de los vehículos son siempre un punto de referencia para guiar a los camelleros.

























































































        Esta tarde alcanzamos las ruinas romanas de Labaja (Lebekha) un antiguo asentamiento que llegó a contar con 100.000 habitantes. Lo primero que observamos es el castillo semiderruido y no lejos de allí, en unas tumbas antiguas excavadas en la roca, encontramos restos humanos. Conocemos a Sayed que con sus 74 años está construyendo una hacienda en un lugar tan inhóspito y sin vías de comunicación. Ya retirado de su profesión de camionero quiere dinamizar la tierra que le vio nacer. Su arteria vital es un sistema de irrigación construido por los romanos, un complejo de canales subterráneos que hoy en día funciona perfectamente. De esta forma con pequeños cultivos y temporada tras temporada va comiendo metros al desierto. Nos enseña unos botes que en principio parecía que contenían piedras, pero no, se trata de algunos escorpiones,  nos mata la curiosidad y nuestra pregunta es ingenua: ¿Sayed, te ha picado alguno? nos dice  que a lo largo de su vida unos 15.


      Esta noche se desata una ventolera que arrastra arena por doquier, Juan nos dice que estas rachas no suelen durar más de una hora y que otra cosa son las tormentas de arena, pero estas se dan en otras épocas del año. En invierno por el día se puede ir en manga corta pero al caer la noche la temperatura desciende varios grados bajo cero.

  


























        Es el último día, a la hora de reanudar la marcha nos cruzamos con una caravana, estos son alemanes que ya hacen 9 días de recorrido, van andando con los pertrechos a lomos de los camélidos. No muy lejos vemos unas máquinas perforando un pozo, el agua se encuentra entre 100 y 175 m de profundidad y si hay suerte puede irrigar 100 Ha. El coste de la perforación viene a ser de unos 5000€. Comienza a atardecer y al fin vemos el oasis de Bir Romania. Desde este rincón el desierto nos ofrece su perspectiva particular, ya vemos árboles, dromedarios pastando y una fuente artesiana, donde el agua mana en abundancia y caliente. Esta claro, el baño no se hace esperar.

                                                                            

















      Nos queda el regreso al albergue de Juan, pero el desierto siempre receloso de su soledad e imprevisible nos juega una mala pasada, el todoterreno queda atorado en las arenas, ávidos en este medio Juan y su ayudante Atif manipulando las válvulas de los neumáticos hacen perder presión ya calculada y con algunos empujones en una hora salimos del atolladero. Por la noche Juan nos enseña “Bab el Ramblat”, la puerta de las arenas, que es el nombre de su hospedería, la cual espera en los próximos años se convierta en un próspero negocio.
 

















      Finaliza una aventura más, esta vez en África, donde hemos tenido la ocasión de conocer una gente encantadora por lo que no quisiéramos dejar de mencionar a ninguno. Essam y Nesma, guías en El Cairo, Aladino el guía de Luxor, Ahmed y Mahmud los conductores, Ahmed y Said, los camelleros y Juan Zuloaga el “jefe de expedición” y su ayudante Atif. Para todos ellos nuestro respeto y nuestra amistad quedarán sellados como los pasadizos de las Pirámides.

Semana Santa del 2013.

Guión:            Javier Fernández López
Fotografía:    Óscar Díez Higuera