LA
ÚLTIMA CUMBRE
Relato
de Montaña por Kathi Bello
Dedicado
a Javier Fernández y Óscar Díez...
El
sol despuntará y acariciará alguna arista tras la cara este. Pronto habrá
desflorado toda la cordillera y como un espejo de luz la devorará, multiplicado
los matices y perfilando el horizonte.
Estoy
ascendiendo por la cara norte al techo del mundo.
Si
miro hacia atrás, cada montaña que calla, cada cordillera que silba en mi
memoria, son solo el camino lento, meticuloso, hacia esta ultima cumbre.
Ajusto
los cordones de las botas mientras
desalojo el dolor.
Aparece
siempre, aquí, al principio de cada travesía.
Vuelvo
a ser niño huyendo de los golpes, sorprendiéndome
de la preñez de nieve al amanecer hasta que miro desde la cima lo que he
abandonado, y entonces desaparece.
Estoy
sereno. Clavo los bastones e inicio la marcha.
Otros
picos, otras crestas, otras lomas, con
texturas y vegetaciones diferentes pueblan mis recuerdos. Los subía para
huir, pero sin la necesidad de huir, y sin embargo huyendo en una escapada
hacia delante, sin mas objetivo que el puro placer del ascenso. Un placer que
me acompaña ahora.
Sin
embargo con todos estos valles como vasijas de luz bajo mis pies, pienso: ¿como
habría sido mi vida si no hubiera ascendido ninguna cumbre?
¿Rutinaria?
¿Viendo crecer los cultivos año tras año?
¿Trashumante,
caminando entre reses?
¿La
de un venado defensor de su territorio expandiendo su progenie?
¿La
de una abeja libando en los nectarios?
Hoy
es el último día del último tramo de la última cima. He dejado atrás los
cadáveres de todos esos hombres y mujeres que me enseñaron a caminar sin
equipaje; a sobrevivir perdido entre caminos; a proteger la montaña en cada
piedra; a interpretar el sonido que rebosa y brota por sus desfiladeros…
Me
adiestraron para sentir lo poderoso y lo umbrío, lo que esta más allá, lo que
no vemos.
Allá
abajo, el primero, el de madre. La escarcha lo cubre…
Me
enseñó a caminar, a manejar el silencio…
Tiemblo.
Mis
vísceras se contraen… El vacío
delante… Como aquel día...
Una
caída interminable por el desfiladero más largo de mi vida; luego el
torniquete, la semiinconsciencia y después el dolor implacable durante
horas...
¿Sobrevaloré mis fuerzas? ¿Erré en el cálculo?
¡Quizá fue aquella prisa extraña! deslice un
crampón por la roca, rompiéndola, mutilándola.
¿Fue
la atención sobre ese fragmento? O ¿fue la culpa lo que me arrastró pendiente
abajo?
Algunas
lesiones nunca mueren. Son como las erupciones de un volcán que duerme
pero que si despertara podría alejarme de la montaña años, tal vez para
siempre.
Desde
entonces me sobrepongo al vacío...
No
temo a la muerte, no dejo nada, nada me pertenece y nada ocurrirá si caigo al vacío o si
alcanzo la cumbre. Tomo aliento, apuntalo el piolet y sigo adelante.
Hace
ya algunos años que mi último compañero se dejo caer ladera abajo según le
abandonaban las fuerzas. Volví a buscarlo zigzagueando por entre los
terraplenes. No lo encontré.
Reconozco
su cansancio. Esta en mí ahora. He sobrepasado el mal de altura. Me siento.
Pliegues rugosos, cedazos oblongos, almohadillan mis
pies. La respiración baja.
Es
el último día del último solsticio de mi vida en que es posible para mí
alcanzar esta cumbre. No se si lo lograré. No temo pernoctar. No sé si llevo
oxigeno pero he construido a lo largo del tiempo el hábito y la disciplina del
que no puede dejarse traicionar jamás por la imprevisibilidad y sé que solo el
tiempo y la gran dama sobre la que trepo lo decidirán.
La
vieja brújula me acompaña siempre.
Enseñé
su polaridad imantada a todos cuantos quisieron
acompañarme en los ascensos cortos, pero en realidad la he guardado siempre
solo con la certeza del que sabe que algún día construirá su casa o elegirá su
tumba gracias a ella.
Una
vez me hice tatuar su rosa de los vientos en el pecho pero nunca he sabido con
exactitud cuando se metió en mí su orientación y me sometió a ese orden para
siempre.
Ya
no es necesaria para mí. La llevo porque aun no he elegido esos lugares, ese
lugar…
Recuerdo
la bruma de aquellos días que parecían interminables, dormíamos vestidos con la
tienda abierta para evitar la condensación, el cansancio físico se acumulaba
volviéndonos torpes de movimientos, y solo aquel claro durante unos instantes
me la enseñó: la estrella polar. Desde entonces se exactamente donde esta
cuando amanece, aunque no la vea, y se
exactamente donde aparecerá cuando oscurezca.
Antes
me costaba siempre distinguirla, como si toda la bóveda celeste se fuera a
desplomar aplastándome antes de encontrarla. Dudaba teniendo que renunciar
durante días a la marcha.
Muchos
años antes tuve que imantar entre los torrentes tumultuosos de los monzones una
hebra de metal. Aun la llevo también dentro del saco, mi primera brújula. Pero
nunca he vuelto a imantar ese pequeño filamento que aun forma parte de mi
equipo por indolencia. La indolencia con la que permito que me invadan los recuerdos.
Ajusto
las correas de cada crampón.
Ahora
cruzo los pasos, zigzagueo, Espero con
añoranza la sensación de la primera vez: la piedra, su poder, tiraba de
mi al son de ese crujiente ritmo como el que baila sin objeto, por el puro
placer de bailar, con esa música que brota y solo tu conoces y persigues asta
fusionarte con ella, con ellas, con todo…
Quise
tener alguien con quien bailar, con
quien vivir. Y apareció, fue como
aquella tormenta en el cono sur, brutal, tempestuoso, inevitable… Luego una suavidad perlada y húmeda nos
envolvió durante años. Pero siempre aparecía aquel iceberg a la deriva flotando
entre nosotros, fragmentándose,
lacerándonos, hasta que nos rompió.
Deseaba
tanto permanecer, me parecía tan seguro, creía que me hacia inmune a todo, a
todos, No podía escuchar o ver nada, solo esa certeza en mí era mi asidero.
Pero
el hielo no se disolvía nunca entre
nosotros y finalmente fue dentando una a una las ramificaciones de mis
extremidades. Perdí precisión, sensibilidad, hasta que finalmente lo acepte
como se acepta la congelación y la pérdida de una falange y la soledad volvió a
ser en mí una rutina.
Y
sin embargo, mientras iba perdiendo movilidad, mientras mis dedos dejaban de
ser míos, sabía que esa no era mi vida. Yo pertenecía a ese y a otros paisajes
como este por el tiempo que ellas, las estribaciones de las cordilleras, quisieran darme.
Y
ahora ya no puedo concebir más sala de baile que las paredes y aristas de roca,
ni más zapatos de salón que los crampones, ni más guirnaldas que la madera de
mis piolets en todas sus longitudes, grosores y perfiles.
El
perfume de las tundras me seda, envuelve
mi garganta y se desliza viscoso hacia el estomago. Ya falta poco. Saco mi
hornillo y algunos útiles para calentar algo.
No
he sido nunca partidario de dejar huellas a mi paso. Estas cuerdas que tendí en
mi juventud como un tendón entre fallas
verticales intransitables de otro modo,
eran lianas de mi deseo de
reconocimiento.
Pero
ahora se que todo cuanto he aprendido no servirá a nadie.
Subí
al cerro de mayor distancia al centro de la tierra. Un lugar muy venerado. Me
deje acunar por las fauces de la popularidad aunque en mi interior esta solo
era otra cima más…
Asumí la responsabilidad de guiar a otros por senderos a veces
desconocidos también para mí.
Era
el tiempo de la admiración por mi poder físico. Las alabanzas por los logros
eran la cuerda que me unía al mundo, y que engrosó tanto que me hizo ser algo
distinto de lo que yo realmente era, llegando a asfixiarme por completo, pero eso también pasó y volví a vivaquear
solo en las lenguas de hielo y a aceptar
los castigos inevitables en los tramos de alturas superiores hasta paladear el placer inútil del que
sobrevive.
La
temperatura de mi cuerpo esta bajando. Empieza a caer la luz (el cénit)
Creo
que solo las ocasiones en que he oscilado suspendido frente una pared vertical
hasta clavar las cuchillas en algún bloque son realmente las únicas huellas que
quedan de mí sobre la Tierra, las uncidas que perduraran tras mi muerte.
Siento
el frío como un reptil enroscándose en el cuerpo. Todo es posible a esta
altura. La nieve irrumpe. Me envuelve. Me ralentiza, la hipoxia empieza a ser
dolorosa.
Debería
volver pero algo en mi interior enlosa a contraluz todas las cumbres a las que
he subido convirtiéndolas en una única cordillera, esta. Esta es en la que
habito. Esta, es esta. Esta en la que
deseo desvanecerme, desaparecer…
El
gran depredador de las lesiones antiguas ha despertado. Comienza a devorándome.
Estoy atravesado la zona de muerte.
Mi
capacidad de retorno es casi imposible.
Podría
intentarlo pero los pies siguen su
curso...
Podría
postrarme ante un dios como los otros
hombres, no tengo… solo la tierra… el suelo…
La
despreocupación golpea como una ráfaga de viento…. Suelto peso… Oigo como el piolet,
parte hielo ajeno a mí… El golpe que
abre… El ruido que astilla…
Continúo…
Mi
niñez se agarra a mí… El terror
vuelve a asirme... Es de noche…
Me descubro el pecho… palpo la rosa…
No
recuerdo mi nombre…
La
nieve es un susurro, una nana,
asciende lejana desde la aldea de
mi nacimiento…
Me
vuelvo…
Busco
la estrella…
No
recuerdo el nombre… Al norte… Su luz…
Esta
mañana se ha descubierto dentro del que creíamos el último trozo de hielo
célibe una rosa de los vientos
Está
tatuada en el pecho de un hombre, un montañero.
Kathi
Bello
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