"Una vez dentro de los acontecimientos los hombres no tienen miedo, sólo lo desconocido es capaz de infundirles temor"








En alguna parte de Norteamérica a más de 14.000 Km de casa, el palentino Oscar Díez del Fuentes Carrionas y yo del Yordas emprendemos un periplo blanco en pos del Mckinley, otra de las Siete Cimas.
Desde Anchorage, la capital comercial, con 250.000 habitantes, nos desplazamos hasta la línea de salida que resulta ser el pueblo de Talkeetna, una localidad de apenas un millar de habitantes, donde nos registramos en la oficina de los Rangers (guardaparques) y visitamos algunos lugares famosos entre los montañeros como la cantina del “Fair View Inn”.
En Talkeetna la vida discurre apaciblemente (en dicho lugar se inspiró la famosa serie de “Doctor en Alaska”). Así es, hasta que una mañana soleada lame sus casitas de madera y entonces la actividad se vuelve frenética, sus hangares bullen de carros portaequipajes, mochilas y paquetería varia, todo ello impregnado con el olor embriagador del keroseno y el sonido atronador de los motores de las avionetas al despegar.
No esperamos mucho, al día siguiente las condiciones son óptimas para el vuelo y en apenas tres cuartos de hora el tren de aterrizaje de la Vickers se posa suavemente en el hielo que será nuestra alfombra durante dos semanas. Está soleado y no perdemos tiempo -previamente realizadas las inscripciones desde España- contratando la empresa www.talkeetnaair.com .
Como es habitual en este pico arrastramos una pulka, pequeño trineo de plástico, que junto con la mochila nos ayuda con los 40 kilos de equipaje que según la pendiente se distribuyen un 40% en la mochila y un 60% en la pulka cuando llaneamos o en pendientes suaves, o viceversa al acometer tramos más pronunciados.
Las horas no parecen discurrir en este universo blanco, unos subimos y otros bajan como practicantes de una religión de alturas. Nos encontramos en la segunda quincena de mayo y estadísticamente es el mes de junio el de más probabilidad de éxito. Optamos por el itinerario clásico llamado West Buttress y también conocemos a otros españoles como Jesús y Adriano, que resultan ser instructores de la Escuela de Alta Montaña de Jaca, y en principio optan por la West Ribes.
Durante los tres primeros días el Sol baña el Denali (nombre dado por indígenas Athabascos) y como una legión de seres nostálgicos del subsuelo y los minerales, progresamos por la falda de un monstruoso merengue que nos advierte al entrar en sus dominios: dos personas caen en una grieta (se habían sentado en un puente de hielo sin percatarse de ello) y son rescatados sin problema gracias al buen tiempo. Pero días antes se habían despeñado dos alpinistas desde la arista próxima la Campo 5.
El Denali permanece impasible. El 4º y 5º día parece como si la cúspide “yankee” reclamara, en sus dominios, el derecho a la soledad. No llueve en estas latitudes árticas pero nieva constantemente y las rachas de viento, como si fuera la respiración estruendosa de un gigante, rigen en la desesperación y el infortunio. Pasamos dos días enteros en el Campamento 3, es otra de las pruebas que hay que superar en el Denali. Largas, tediosas y aburridas horas dentro del habitáculo de lona, se hace imprescindible llevar lectura y solamente se rompe la monotonía cundo sales fuera a estirar las piernas. Tampoco tenemos agua y es imprescindible hidratarse en estas alturas, solamente fundiendo nieve se consigue y es necesario calentar 4 o 5 perolas al día.

A partir de aquí se inician las rampas más empinadas. llegando al último tramo en una peligrosa maraña de grietas y con 200 m de cuerdas fijas antes del collado. Habíamos dejado un porteo en este punto, (fue un error, a mitad del camino) y cuando estábamos a una hora y media del C5 justo en una peligrosa arista, donde se registra la mayor accidentabilidad del pico, se desata una tempestad que nos zarandea sin duelo. También perdemos parcialmente la visión del camino, disminuimos la marcha gradualmente y con ayuda de algún claro, logramos llegar al C5.


Cuando desplegamos la tienda introducimos una mochila dentro para evitar el “vuelo” -en cuyo caso estas perdido-y a los pocos minutos mis dedos no soportan más, tengo que meterme dentro y afortunadamente Oscar consigue montarla y asegurarla. Aquel día disfrutamos de una cena caliente y de las infusiones, más que en ningún otro día de nuestra carrera alpinística.
No amanece con buen presagio después de una noche a 30º bajo cero, pero unas 25 personas se aventuran y tras penosas horas de marcha llegan siete a la cima, entre ellos Oscar, y así conseguimos el éxito en la expedición. Bajo ese fastuoso entramado de nubes algodonadas, como impulsadas por un Viento de Marfil, los días permanecen inalterables. No asoma el Sol y la inestabilidad atmosférica es la tónica.


Emprendemos un regreso que nos lleva cuatro días y sin lugar a dudas algo nuestro se quedaba en Alaska.
Por Javier Fernández López, de León.
y Oscar Díez Higuera - Fotografía
No hay comentarios:
Publicar un comentario